Y.U.R.G.S. -P- 29-
El sol comenzaba a alzarse sobre los montes, brindando luz y calor a los campos. Los reinos se iluminaban lentamente y las gentes se despertaban con los primeros ruidos de las aves, aunque no en todos los reinos amanecían de la misma manera.
Blizternova estaba bañada por una espesa y lúgubre niebla, sólo las partes más altas del castillo se podían divisar fuera de aquel fenómeno. Dentro de las murallas de aquel prestigioso reino ningún ruido se emitía, el pueblo estaba silenciado. Aquella mañana, ningún nefilim salía de su hogar para realizar las cotidianas tareas de campo, nadie abría las tiendas ni los talleres, los infantes no correteaban por las calles, impidiendo el paso de los habitantes. No había nadie. De la noche a la mañana, se convirtió en un solitario, tétrico y abandonado paraje. Con una pequeña excepción.
En una de las torres del castillo habían encendido una luz. La habitación de los reyes. La puerta estaba arrancada de las bisagras y tirada sobre el suelo, con las gruesas tablas de madera partidas y dobladas. El armario que contenía los ropajes de los reyes estaba tirando, con las telas esparcidas a su alrededor. También, las cortinas de las ventanas estaban medio arrancadas de sus colgadores y las mesillas tendidas.
En medio de la habitación había un hombre, éste estaba de espaldas a la puerta, con la vista fija en la cama real. Era esbelto, fuerte y vigoroso, los músculos se marcaban bajo la fina camisa blanca que llevaba medio abierta y remangada. Su piel, anteriormente oscura, se había aclarado hasta tomar un enfermizo tono grisáceo. El rostro estaba consumido, parecía que aquel hombre no había comido en días, las ojeras se marcaban bajo sus ojos y éstos estaban inyectados en sangre mientras el marrón de su iris se veía reducido por el anormal tamaño de la pupila. Su pecho subía y bajaba rápidamente, tenía la respiración acelerada.